Quizá nacer a orillas del mar hizo que este guardabosque del extremo occidental de Cuba se convirtiera en una enciclopedia natural viviente
Por: Zenia Regalado
Correo: corresp@jrebelde.cip.cu
El anidamiento de una tortuga marina- en extinción- es un espectáculo que nadie como Chucho puede describir
Fotos: Archivo parque Guanahacabibes y Daniel Mitjans
GUANAHACABIBES, Pinar del Río.— Nació a orillas del mar, junto al diente de perro y el salitre. Sus primeros arrullos le llegaron con las olas. Creció viendo y comiendo tortugas marinas: carne que ha aprendido a respetar.
En las noches alumbradas por la luz de las chismosas escuchaba historias de tesoros enterrados en esta geografía, paraíso natural del que fuera el primer guardabosque. Entonces no había ni caminos ni carreteras, solo trillos, jejenes y mosquitos.
Cuando Jesús Ramos Borrego (Chucho) habla, lo hace por él la naturaleza. Fue Antonio Núñez Jiménez quien lo captó para que emprendiera aquella misión «durante solo un mes», que se estiró tanto hasta llegar a las puertas de sus 62 años, marcados con una singular huella: le falta la mitad del lóbulo de su oreja izquierda.
—Cuentan que en esta zona salen muertos...
Chucho es el primer guardabosque de Guanahacabibes. Antonio Nuñez Jiménez supo que aquel hombre, nacido en este paraje, era ideal.
—Yo andaba en todas las cuevas y no he visto a nadie. He caminado la cueva La Barca, la de Perjuicio... En Cabo Corrientes dicen que sale un muerto y te tumba. Eso es cuento: Yo no he visto a ninguno, y he andado de noche y de día, a «toas» horas.
—El mayor susto que ha pasado ¿cuál ha sido?
—Cochinos y bueyes jíbaros que te vienen arriba... Pero na’: te encaramas arriba de un palo, porque ese sí viene a morderte. No le tengo miedo a na’.
—Nos han dicho que usted de tortugas lo conoce todo, o casi todo...
—Antes se cazaban... yo las cazaba y me las comía. Ahora hay que cuidarlas. Este es el lugar de Cuba donde más anidan. Nosotros vivíamos a orillas de la playa, a diez o doce metros de mi patio estaba el mar, y había noches que salían las caguamas... A las tortugas tú les cuentas las noches y los huevos.
—En época de desove, como ahora, ¿ponen tres veces al mes?
—No, la tortuga hace cuatro posturas. La primera es la más grande, de 160 a 170 huevos. ¡Yo las he sacado hasta de 200! No son todas así, claro... Si pone cantidades pares de huevos, sale a las doce noches, y si son nones, sale a las once noches.
«Yo las he contado así, para el proyecto investigativo que hay aquí, y me he sentado a esperarlas».
—¿Cómo ponen sus huevos?
—Eso de que salen recto del mar y a poner... ¡qué va! Ellas buscan donde vean más arena, hasta que la encuentran. Hacen un hueco de casi medio metro pa’ bajo en la arena. Si no lo pueden hacer profundo, lo dejan abierto y se van. A la otra noche la puedes esperar, que ahí mismo vuelve, a esa playa.
—¿Por qué ahora no se las come?
—Nos han enseñado que hay que cuidarlas. Antes, de Manuel Lazo para acá venía gente a cazarlas, casi todos los días. Cuando aquello te echabas en una playa un par de noches y veías 30 ó 40 caguamas poniendo sus huevos.
«En La Barca, El Holandés, Perjuicio y Playas de Antonio es donde más tortugas vienen ahora. ¡Usted ha visto cómo los turistas visitan estos sitios con los investigadores!
«A veces el macho sale atrás de la hembra... Yo los he cogido. El rabo de la hembra es cortico. También los he visto montándolas en la mar», afirma, mientras estruja en sus manos la gorra militar, inseparable compañera que lleva como un amuleto verde olivo.
UN MES MÁS, UNA OREJA MENOS
El Veral y Cabo Corrientes, en Guanahacabibes, fueron las primeras áreas protegidas de Cuba, junto a otras dos de Guantánamo, en 1963.
—¿Usted es el primer guardabosque que tuvo Guanahacabibes?
—Cuando aquello yo estaba movilizado en el Ejército... Vino Antonio Núñez Jiménez a la base de San Julián y habló con el jefe de allí. Dijo que le hacía falta que le prestaran a Chucho, y dije que sí. Prometió que era por un mes... Allí, en María la Gorda, no había ni casa ni nada hecho. No había carretera, aquello era un monte.
«Le dije a mi esposa: ahora sí estamos embarcados. Dormíamos en el suelo, en un colchón de guano. Había una casita vieja, de cuando el tiempo de la dictadura, y un corte de madera. Allí nos quedamos hasta que nos hicieran la casa, y trajeron los materiales... al mes.
«Ya se había cumplido el tiempo que Núñez me había propuesto, pero contestó que él iba a ver lo que hacía para que yo me quedara. Yo pensé: ya me enredó. Fue a Cayuco y viró con todos los papeles del traslado mío.
«La bodega estaba en La Bajada. Tenía que caminar 15 kilómetros para buscar los mandados. Entonces aseguró que él me traería los víveres, y me eché otro mes. Después me trajo un mulo y una montura y me dijo: Ya tienes en qué andar.
«Con el mulo yo me defendía, y así aguanté. Me eché 12 años allí, con mi esposa... Cuando eso no tenía ningún hijo. Mi primera hija la cuidó después mi mamá. Cuando se empezó a hacer la carretera me dije: ¡Ya la cosa cambia! Y Núñez, que andaba siempre por la zona, me prometió una bicicleta, porque el camino estaba mejorando.
«Después me mudé para La Bajada —donde mismo vivía antes— y seguí trabajando allá. Regresé a vivir a María la Gorda y pasé otros siete años, porque tenía la casita más anivelá», retoma Chucho el hilo de sus recuerdos.
«En aquel sitio tuve que cortarme parte de la oreja esta: Me picó un animal, algo así como una mosca...». Busca en su memoria detalles de aquel hecho:
«Fue una picadita ahí... me dio picazón, y a los dos o tres días me salió como una espina, y yo la arranqué con la uña: parecía la espuela de un gallo. No me sentía nada, ni me dolía. Se me sanó, pero a los pocos días se me puso fea. No le hice caso, y a los seis meses se hinchó. Entonces la gente de la Academia de Ciencias tuvo que correr conmigo, y me operaron en Pinar».
Ahora labora en el Parque Nacional Guanahacabibes, y siempre anda por los montes cuidando animales. Está enrolado en un proyecto de conservación de jutías, y tiene que andar detrás de estas, con el ingeniero José Luis.
Cuando lo visitamos estaba preparando un recorrido por Palma Sola, en la costa Norte. Dice que se aburre en las oficinas. Su medio es el monte.
—¿Ha conocido de infiltraciones contrarrevolucionarias?
—Sí, a principios de la Revolución, cuando el barco Rex, entraron unos que querían tumbar al gobierno... Se habían ido del país y tenían conocidos por aquí, por Jaimanitas. El capitán San Luis fue quien los detuvo... A él lo vi varias veces en la base San Julián cuando yo era del Ejército.
—¿Qué le gusta más, la mar o el monte?
—¡El monte!
—¿Y su familia, qué hacía antes?
—Éramos siete hermanos... Trabajábamos cortando árboles para hacer carbón y madera, solo por la comida y nada más: no nos pagaban dinero. Todo era del terrateniente.
«Yo tuve seis hijos: todos trabajan y están casados. Antes las enfermedades eran tremendas. Cuando se moría alguien había que enterrarlo en Cayuco, por Manuel Lazo. Se sacaban a cuestas una pila de kilómetros. No había un carro de na’...
«Yo vivo en La Bajada: Cuando aquello solo eran aquí tres casas, pero hoy son unas 28».
—¿Cuántos han buscado tesoros escondidos en la zona?
—¡Miles! La gente sí le cae a buscar dinero: Buscan, abren huecos... si lo encuentran no lo dicen. Buscan el oro de los piratas. Hasta hay a quien le gusta «miniar»: rastrear minas.
—¿Usted buscó?
—Yo no, ¡y mire que dicen que esa mina de Cabo Corrientes existe! Dicen que hay una gente que la encontró monteando cochinos, y cuando llegó a casa de la familia dijo que se había encontrado oro para comprar todo Cayuco.
«Cuentan que sí, que se lo encontró en una cueva... ¡Mira que han buscado esa cueva! Pero el hombre se murió. Antes él cogió como diez onzas de oro, se las echó en el bolsillo y se las entregó a su madre. Eso fue antes del 59. Cuando aquello no había caminos...
«Me han hecho esos cuentos. Uno me enseñó donde sacaron una botija de oro, cerquita de la costa, hace años».
—¿Quién fue esa persona?
—Ya se murió... De la gente vieja en el Cabo queda muy poca, y la gente joven no sabe nada de eso.
—¿Cómo es el día en el monte cuando llueve?
—Te metes en una cueva y ya. En el tiempo de antes yo he pasado ciclones en una cueva, porque mi padre nos llevaba. En El Veral hay una que se llama El Casito. Allí nos refugiábamos nosotros cuando venía un tiempo malo.
A mí me gustaba: Aquella cueva era como una casa, ¡más grande que to’ esto! Allí estábamos tres o cuatro días por gusto», asevera, y mueve la cabeza como alejando tristezas: «Era el miedo de mi padre».
Chucho siempre anda en el monte con su pomito de café y el machete a la cintura. Le gusta escuchar el canto de los pájaros y el lenguaje de los árboles al mecerse. Por estos adivina si se acerca una tormenta, y también por el comportamiento de los animales. No le teme a ninguno, aunque uno —nunca supo cuál— fuera el culpable de la pérdida de parte del lóbulo de su oreja izquierda.
Solo una vez se perdió en el monte, cuando salió en busca de un guayacán. «Fue poco rato», afirma mientras sonríe. «Me metí en el breñal, en el diente’e perro, y no me di cuenta por donde entré. Cuando fui a salir, ya no sabía ni dónde estaba.
«Me senté, tomé café, prendí un cigarro y dije ¡Qué va, si voy al revés! Viré para atrás, y a la hora y pico me di cuenta de que andaba equivocado. Entonces me tiré a mano derecha, y a los diez minutos ya estaba en la carretera. «Cuando entro al monte, lo primero que hago es mirar para el sol: por él tú sales donde quieras. Lo malo son los días nublados...», dice, ceremonioso.
«Si vas para la costa norte sabes que el sol te queda a mano derecha, y cuando vienes te queda a mano derecha, pero viniendo para acá...» insiste, y gesticula para que comprendamos un lenguaje, una ciencia, en la que él es un entendido: la de la tierra y sus criaturas silvestres.