Amores lejanos
¿Sabía usted que era cubana la mujer que inspiró a Saint-John Perse –Premio Nobel de Literatura en 1960- su célebre poema “A la extranjera”? ¿Que el gran amor de Ernest Hemingway en La Habana fue una mulata llamada Leopoldina, y que el escritor la inmortalizó en una novela con el nombre de Liliana, la Honesta? ¿Que una de las últimas amantes del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo fue una rumbera cubana? ¿Qué el boxeador Kid Chocolate tuvo amores con actrices como Pola Negri y a Misttinguette? ¿Que José Raúl Capablanca se casó con una princesa rusa auténtica y que Alfonso de Borbón, el primogénito de Alfonso XIII y tío del rey Juan Carlos, renunció a su derecho a ocupar el trono de España para casarse con la cubana Edelmira Sampedro? ¿Que Miguelito Valdés sostuvo una relación con Patricia Hill, la llamada reina de la mafia, que vivía obsesionada con el diente de oro que lucía el cantante? ¿Que el jefe mafioso Meyer Lansky tuvo mujer cubana durante años y que la llevó consigo cuando salió definitivamente de Cuba en 1959? ¿Que Ava Gardner, “el animal más bello del mundo”, como le llamaba su amigo Hemingway, se entregaba aquí a auténticos maratones sexuales y que aunque tenía amantes blancos más o menos fijos, se las arreglaba siempre para colar algún que otro negro en su suite del Hotel Nacional? ¿Que era cubana la “marca de fábrica” de los mellizos de Tongolele? ¿Que el teatrista Gerardo Fullera León se llevó una tarde a la cama a Margarita Duras, la autora de Hiroshima, mi amor? ¿Que el dictador Fulgencio Batista vivía enamorado de Rosita Fornés, la mujer más deseada de Cuba?
En Cuba hay médicos e investigadores cuyos nombres dan la vuelta al mundo. Y escritores, actores, deportistas, compositores, intérpretes, realizadores cinematográficos… En esa relación de famosos, por una razón u otra, quedan siempre fuera los amantes. Y amantes y grandes amadores y donjuanes y mujeres que amaron o se dejaron amar los hay aquí por montones dignos de figurar en la galería más selecta.
DOÑA LEONOR Y LA EXTRANJERA
La relación, de ser cronológica, comenzaría con Leonor –o Inés o Isabel- de Bobadilla, la esposa de Hernando de Soto, el afiebrado explorador que luego de haber jugado al ajedrez con el Inca Atahualpa, que era su prisionero, buscó sin encontrar, en 1539, en la Florida, la fuente de la eterna juventud. Soto gobernó la Isla a partir de 1537 y cuando partió a su aventura dejó a doña Leonor al frente del gobierno. Aunque el historiador Pezuela dice que esa autoridad fue “puramente nominal”, el caso es que nunca antes ni después una mujer desempeñó aquí tamaña responsabilidad.
Cuenta la leyenda que todas las tardes subía la señora a la torre del primitivo Castillo de la Fuerza a atisbar en el horizonte el regreso del marido. Pero Hernando de Soto jamás volvió. Murió en la Florida y sus compañeros lo enterraron en el lecho de un río para evitar que los indios profanaran su cadáver. Un siglo después los habaneros, en recuerdo de doña Leonor, que esperó y esperó y quedó a la postre sin respuesta, hicieron fundir en bronce la imagen de una mujer que porta en su mano izquierda la Cruz de Calatrava y la colocaron en lo alto de la torre de homenaje del Castillo con el fin de que indicara a los navegantes la dirección del viento. La llamaron La Giraldilla y simboliza a La Habana.
Demos ahora un salto en el tiempo. El 16 de mayo de 1874 contraen matrimonio en la ciudad central de Santa Clara, Luis Estévez y Romero y Marta Abreu. Él es un distinguido abogado –con bufete en la calle Obispo, 27- y profesor de la Universidad. Ella, una de las mujeres más acaudaladas de Cuba, benefactora de esa ciudad y sólido sostén económico de la causa de la independencia, a la que hace cuantiosas donaciones, como aquellos cien mil pesos que puso en manos del Partido Revolucionario Cubano al enterarse de la muerte de Maceo. Instaurada la República, Luis Estévez fue su primer vicepresidente, pero inconforme con la política de Estrada Palma, renunció a ese cargo en 1905 y volvió, junto con su esposa, a instalarse en París. Allí Marta enfermó. Cuando falleció, el 3 de enero de 1909, Estévez debió ser internado en una clínica siquiátrica, y justo un mes después del deceso, en un gesto dramático y desolado, se quitó la vida con un pistoletazo. Tal era el carácter de Marta, tal su temple, que la gente decía que Luis Estévez fue vicepresidente de la República y vicepresidente de su casa.
Y con Marta se relaciona “la extranjera” de Saint-John Perse, pues esta enigmática mujer, cuya verdadera identidad se mantuvo oculta durante cuarenta años, era su sobrina Rosalía Sánchez Abreu. Lilita le decía su familia. Lil le llamaba el poeta que, al evocarla ya casi al final de su vida, en 1975, confesaría que “nunca tuve relaciones parecidas con otro ser”.
Lil y el escritor francés se conocieron en 1932 y “A la extranjera” fue el regalo de despedida que el poeta le hizo cuando, años después, se separaron por última vez, en Washington. Sin embargo, Perse no olvidó nunca a la cubana y todavía en 1953 le hacía llegar este mensaje: “Quisiera que ella sepa que permanecerá para siempre en lo mejor de mí mismo, que ella es mucho de mí mismo, que mi corazón sigue emocionándose cuando pienso en ella, y que el lazo que existe entre nosotros seguirá siendo para mí, quizás contrariamente a lo que ella siente, excepcional hasta mi muerte”.
La muchacha estaba casada, al menos desde 1928, con un sujeto llamado Alberto Henralix o Henrahx, que de las dos maneras aparece escrito en las guías sociales de la época.
LA REALEZA
Fue un amor a primera vista el de Alfonso de Borbón, Príncipe de Asturias, y Edelmira Sampedro (en la foto). Se vieron una noche en un cinematógrafo de la ciudad suiza de Lausana y se enamoraron.
Todo lo tuvo en contra la joven pareja desde el comienzo. La familia real española no aceptó el noviazgo, y Edelmira debió sufrir bien pronto las presiones de los enviados de Alfonso XIII, ya exiliado en París, que privó al hijo de sus cinco automóviles, redujo sensiblemente su mesada y lo obligó, en definitiva, a renunciar a su derecho a la sucesión. Ningún miembro de la Casa Real asistió a la boda, en Lausana, el 21 de junio de 1933, y las invitaciones que el ya Conde de Covadonga cursó a amigos y conocidos, le fueron devueltas “con sentimiento”.
Los celos desmedidos de Edelmira, por un lado, y la hemofilia que aquejaba a Alfonso, por otro, harían muy difícil la vida en común. Rompe la pareja sus relaciones una y otra vez, pero se reconcilia siempre hasta que en 1937 ella lo acusa de tener otra mujer. Es el fin. En Nueva York, Alfonso pedirá la anulación el matrimonio, y Edelmira, en La Habana, el divorcio.
La acusación de Edelmira tenía, esa vez, una base real. Alfonso estaba viéndose en secreto con otra cubana, la modelo Martha Rocafort. Se casarían en La Habana, en junio de 1937. ¿Llegó Martha a ese matrimonio impulsada por el amor o por el interés?
Un familiar cercano suyo confesó a este periodista que, aunque no descartaba la posibilidad de atracción física, se inclinaba más por lo segundo que por lo primero. Y de una opinión más o menos similar fue Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, que siguió en La Habana las peripecias de la relación. “Ojalá sean felices, escribió Zenobia en su diario, pero parece un matrimonio de conveniencia”.
Amor o interés, esta relación duró muy poco. En septiembre, tres meses escasos después de la boda, Martha solicitó el divorcio. Se negó a soportar las crisis alcohólicas de Alfonso que desencadenaban lo peor de su carácter y lo llevaban a crudas agresiones verbales y a la violencia física.
LOS DICTADORES
Aunque se dice que, en su temprana juventud, pasó una temporada en la ciudad oriental de Santiago de Cuba, el generalísimo Trujillo jamás logró que se hiciera realidad su caro anhelo de que lo invitaran a visitar la Isla de manera oficial. Vivía obsesionado con todo lo cubano: era cliente de la mueblería la Moda, de La Habana; se vestía con sastres cubanos y eran cubanos los médicos que lo atendían. Gran bailador, presumía de Don Juan y gustaba que sus romances y aventuras amorosas fueran de dominio público porque, a su juicio, confirmaban su virilidad.
Trujillo tuvo también una amante cubana, la rumbera Silda. El autor de esta página vio una foto suya en la revista habanera Show. Tenía la piel color canela y una figura espectacular… Pese a los elogios que en esa publicación se le prodigan, nunca levantó cabeza en la vida nocturna capitalina: la competencia era mucha. En Santo Domingo, sin embargo, logró notoriedad, si no por su arte, sí por su relación con el dictador, que un día, tal vez para quitársela de encima, la envió a España a fin de que filmara una película. Y en Madrid la sorprendió el ajusticiamiento del sátrapa, el 31 de mayo de 1961. Pero Silda no quedó abandonada a su suerte. Un jeque árabe, petrolero y millonario, cargó con ella.
¿Y lo de Batista y Rosita? Lo cuenta la propia vedette en sus memorias. El dictador cubano la acosó durante largo tiempo y cuando se hizo pública su relación con el actor Armando Bianchi, la persecución se extendió a los dos. El asedio iba desde multas por insignificantes infracciones de tránsito y largas retenciones en estaciones de policía hasta presiones por parte de agentes del servicio secreto y consejos de personas aparentemente ajenas al asunto que instaban a la actriz y cantante “a portarse bien”. El hostigamiento subió de tono cuando Rosa, en 1957, se estableció en España por motivos de trabajo. El gobierno cubano le prohibió entonces que sacara a su pequeña hija del país.
“Batista me hizo daño con eso, mucho daño”, dice ella en sus recuerdos.
EL DIABLO EN EL CUERPO
En Islas en la corriente, Hemingway traza esta descripción de Liliana, la Honesta:
“Tenía una hermosa sonrisa, unos ojos oscuros maravillosos y espléndido pelo negro (…) Tenía un cutis terso, como un marfil color olivo, si tal marfil existiera, con un ligero matiz rosado…”
Liliana la Honesta se inspira en un personaje real, una prostituta que hacía la vida en el bar-restaurante Floridita, de La Habana. Se hacía llamar Leopoldina, -tal vez no fuera ese su nombre verdadero- y el gran escritor norteamericano mantuvo con ella un amor clandestino que se extendió a lo largo de muchos años.
Antonio Meilán, barman de ese establecimiento, que la conoció mucho y fue testigo mudo de aquel romance, la recordaba todavía en 1992. Contó entonces a este periodista:
-Una mulata fina, elegante, bellísima con su sonrisa deslumbradora, sus piernas larguísimas, las caderas rotundas, los pechos breves y aquel rostro en el que se agolpaban toda la picardía y la gracia de la cubana.
Añadió:
-¡Eso sí era una hembra! Tenía el diablo en el cuerpo…
Leopoldina murió de cáncer, en 1951. Hemingway corrió con los gastos del sepelio. Y fue el único hombre que la acompañó hasta la tumba. Ese día, en el Floridita, bebió más de lo habitual