Ciro Bianchi Ross
En varias ocasiones he hablado sobre los dos golpes de Estado del 10 de marzo de 1952. Uno, que orquestaron jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge García Tuñón, que derrocó al presidente Prío, y el otro, que propinó Batista a esos militares.
Cité al respecto, entre otras fuentes, un documento de Guillermo Alonso Pujol, que publicó en aquellos días la revista Bohemia, donde contaba como en marzo de 1951, es decir, un año antes del cuartelazo, Batista, con sus técnicas graduales y envolventes y su prudencia y reservas naturales, le preguntó cuál sería su actitud «si el Dr. Prío sufriera un percance, por ejemplo, un fatal accidente de aviación». Alonso, lógicamente, respondió lo que debía. Como Vicepresidente de la República que era cumpliría con los deberes que le asignaba la Constitución y asumiría el poder. Recalcó: «Salvo que el Ejército me lo impida materialmente». Batista le dijo que había que prepararse para esa eventualidad «y mirar desde ahora a las Fuerzas Armadas». Continuaron discurriendo y Alonso comprendió que su interlocutor lo llamaba a un plan que suponía, mediante el desplazamiento por la fuerza del Presidente, su exaltación a la Primera Magistratura en un gobierno en que Batista se aseguraría plenos controles militares y políticos.
Al día siguiente volvieron a encontrarse y Batista, en la medida que lo creyó conveniente, reveló a Alonso su secreto. «En el Ejército hay un movimiento de jóvenes oficiales que se encamina a la destitución del presidente Prío y a su sustitución por el Vicepresidente de la República. Me tienen por la figura que debe darle tonalidad histórica al movimiento. Si los desoímos se corre el riesgo de que lo hagan por su cuenta y esto es muy peligroso dado la ausencia que tienen los militares del sentido de orientación política». Alonso adujo que el alto mando secundaría a Prío, y Batista aseveró que esos oficiales serían destituidos fácilmente. «En mis planes no cuentan. Lo importante son los mandos en las unidades, y esos estarán a nuestro lado». En esa segunda conversación Batista le pidió que le extendiese de inmediato el nombramiento como ministro de Defensa que haría valer en el campamento de Columbia en el momento preciso. «Aunque no lo decía claramente, me hablaba como si se tratara de un golpe a ejecutar en horas inmediatas». Pese a la insistencia, Alonso se negó a secundarlo en la aventura. Salió de La Habana y no respondió a los llamados telefónicos del General. Cuando volvieron a conversar, Batista comentó: «El enfermo ha mejorado y se ha suspendido la operación. Nos sentimos alarmados al no localizarte ayer. Pasamos unos ratos muy malos para detener el golpe pues todo estaba dispuesto. Las órdenes en contrario tuve que darlas con dificultad…»
Transcurrió todo un año antes de que aquellos jóvenes oficiales en activo —unos 50— con el concurso de uno grupo de militares retirados dieran el golpe de Estado.
GENERAL REGRESO
Me leí de un tirón un libro de Newton Briones Montoto, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales. Se titula General regreso y estudia, en sus más de 400 páginas, el gobierno de Prío, en sus aspectos políticos, económicos y sociales, para adentrarse en las causas que motivaron el golpe del 10 de marzo de 1952. Un libro ameno y altamente disfrutable, como todos los de ese autor, y calzado, al igual que los anteriores, con una indagación documental pasmosa y numerosas fuentes orales.
Uno de los informantes de Briones Montoto es el periodista Luis Ortega, cubano radicado en Miami y a quien Batista, en aquel ya lejano año de 1952 ofreció primero un cargo de Ministro, que Ortega no aceptó, para insertarlo después en el llamado Consejo Consultivo, con el que el dictador suplantó al Congreso de la República, suspendido en sus funciones por el cuartelazo.
Ortega, avisado en su casa de Arroyo Arenas de que algo sucedía, pudo llegar esa madrugada a Columbia. No se atrevió o no pudo entrar —dice que un tanque se encimó amenazante sobre su automóvil— y se dirigió a la casa de Sergio Carbó, director del periódico Prensa Libre. Desde allí llamaron al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Atendió la llamada su esposa, Arminda Burnes. Estaba presa en el baño de la casa. Una hora antes, el ex comandante Manuel Larrubia Paneque, retirado en 1944, había irrumpido, ametralladora en mano, en la habitación donde dormía Cabrera para llevárselo detenido. Antes de conducirlo a la casa de la suegra de Batista, en 86 y 5ta. B, en Miramar, los hombres que acompañaban a Larrubia arrancaron todos los teléfonos de la vivienda, pero no repararon en el del baño. Por ese aparato Arminda comunicó lo que sucedía al teniente coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar del Palacio Presidencial, para que a su vez avisara a Prío, a la sazón en su finca La Chata, en Arroyo Naranjo. Aunque ella no lo sabía, a esa hora también estaban presos los generales Otilio Soca Llanes, Ayudante General, y Quirino Uría, Inspector General, detenidos asimismo en sus casas dentro del campamento, por el capitán Hernando Hernández, y el teniente Victorino Díaz, respectivamente. Al capitán Pilar García se le dio la misión de apresar al coronel Eulogio Cantillo, pero este huyó por una ventana y se refugió en la jefatura de la Aviación, que tenía bajo su mando.
Una hora después volvía Luis Ortega a Columbia. Vio de casualidad a amigo «Silito» Tabernilla, hijo del «viejo Pancho» y secretario de Batista, que lo dejó entrar y en un jeep lo condujeron a la jefatura.
Cuenta Briones Montoto lo que Ortega le relató: «… Batista estaba muy nervioso, aunque lo recibió bien. Estaban allí algunos de los que iban a ser ministros. El que esta dando las órdenes era Jorge García Tuñón… Estaba dando órdenes por teléfono y controlando la situación. Allí se encontraban Andrés Rivero Agüero, Ramón Hermida, Colacho Pérez y Oscar de la Torre. Luis se acercó a Batista y le preguntó qué era lo que estaba pasando.
«-Chico, hemos tenido que asumir el poder…
«El ambiente era de temor, porque todavía el golpe no había cuajado y el mando estaba en manos de los oficiales principales. Batista estaba en un rincón y no daba órdenes, las daba García Tuñón».
ANTECEDENTES
En mayo de 1959, cuando se juzgó en La Habana a los culpables del golpe de Estado del 10 de marzo, al menos dos de los acusados aludieron con pelos y señales a la complicidad en el cuartelazo de Ruperto Cabrera, presente en la Causa No. 50 como testigo. Eso, en definitiva, no se ha probado. Segundo Curti, ministro de Gobernación en el gobierno de Prío, que falleció en Cuba en el 2001, tildaba a Cabrera de «incapaz» y hablaba de su «manifiesta negligencia que a ratos parece complicidad o aceptación cómplice» ante el golpe de Estado. Pero preguntado directamente por Briones Montoto sobre la actitud del ex jefe del Ejército, respondió que consideraba que no hubo traición de su parte. Sin embargo, añadió con malicia: «Recuerda que Cabrera surgió el 4 de septiembre de 1933».
El caso es que durante el gobierno de Prío algunos militares retirados y en activo vieron a Cabrera, como una ficha de recambio para asumir el gobierno. Apunta Briones Montoto: «La única dificultad estaba en que Cabrera se negaba a encabezar el movimiento. Entonces surgió Batista como alternativa».
Batista, electo en la boleta del Partido Liberal como Senador por Las Villas, estaba de nuevo en La Habana luego de su autoexilio —«el invierno largo»— en la Florida a partir de 1944, y había fundado su propia organización política, el Partido de Acción Unitaria (PAU) por el que pensaba aspirar a la presidencia en los comicios del 1 de junio de 1952.
Ajenos a Batista y al grupo de militares ya aludido, conspiraba otro grupo de oficiales. Esta conjura había surgido en la Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores, Roberto Agramonte, Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcenas, todos civiles y vinculados políticamente al líder ortodoxo Eduardo René Chibás, propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de militares entre los que sobresalía el capitán García Tuñón.
Luis Ortega, que obtuvo esa información de García Bárcenas y del propio García Tuñón, dijo a Briones Montoto, y así lo consigna este en su libro, que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega, pero dio su asentimiento.
SIN UN LÍDER PRESENTABLE
Se retractaría cuando, en las elecciones parciales de 1950, volvió a ser elegido senador. Con posibilidades reales de lograr la presidencia en el 52 concluyó que quería alcanzar el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que en la Escuela Superior de Guerra alentaban ese propósito.
«Para los tres profesores y para los militares comprometidos, la retirada de Chibás fue un duro golpe. Se quedaron sin un líder presentable… Los tres profesores se abstuvieron de seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban obsesionados con la idea de salvar a la República del caos…« —escribe el historiador Newton Briones Montoto, siguiendo el testimonio del periodista Luis Ortega, en su libro General regreso. Continuaron pues sus reuniones conspirativas y, a la caza de un líder, se toparon frente a frente con Batista.
¿Batista? El hombre ha cambiado, insistieron algunos de los conspiradores y comisionaron a García Tuñón, el más antibatistiano del grupo, para que lo contactara. Apunta Ortega: «Era un excelente oficial, poco ducho en trajines políticos, pero de una alta moral profesional… Lamentablemente era un hombre muy influenciable y siempre dispuesto a tomar las cosas en serio. La entrevista de Batista con Tuñón fue desastrosa. Batista, muy hábil, lo convenció de que él era ya un hombre nuevo, renovado, y que solamente aspiraba al bien de la nación. Le describió un plan de gobierno maravilloso. Cuando Tuñón salió de la entrevista era otro hombre. Estaba entusiasmado. La descripción que le hizo a sus compañeros fue muy optimista. Batista era el hombre. Ya no le interesaba el dinero sino la gloria. Tenía arraigo en los cuarteles. Tenía influencia en la política nacional. Tenía buenas relaciones en Estados Unidos. En conclusión, los militares golpistas decidieron escoger a Batista como el líder del movimiento de regeneración». Porque a todas estas, esos militares jóvenes querían deponer a Prío para instaurar un régimen de honestidad administrativa absoluta, en el que imperara el respeto a la sucesión constitucional y se eliminara el pandillerismo que infestaba el país. Al menos, eso decían aquellos oficiales que, aun con Batista, pensaban ocupar, gracias del golpe, los cuadros principales del ejército. Veremos después qué les pasó.
EL TERCER HOMBRE
En 1951, durante el proceso afiliatorio previo a los comicios, el Partido de Acción Unitaria batistiano alcanzó el tercer lugar con 227 457 afiliaciones. Lo superaban los partidos Auténtico (689 894) y Ortodoxo (358 118) pero quedó por encima de partidos tradicionales como el Liberal, el Demócrata y el Republicano. Y también por encima de los comunistas, el Partido Nacional Cubano del alcalde Castellanos, y el Partido de la Cubanidad del ex presidente Grau. La intención de votos confería asimismo a Batista el tercer lugar (14,21%) mientras que el ingeniero Hevia (Auténtico) con 17,53 y Agramonte (Ortodoxo) con 29,29 eran punteros en la lista. Con una opinión favorable a la gestión del Autenticismo se manifestaba más del 33% de los encuestados, mientras que en su contra lo hacía el 50, 54%. Medio millón de posibles electores —lo que los sociólogos llaman «la espiral del silencio»— no estaba afiliado a partido alguno.
Las posibilidades de Batista de alcanzar el poder en 1952 por la vía electoral eran remotísimas. Pensaba, sin embargo, que, entre otras agrupaciones políticas, el Partido de la Cubanidad, con Grau distanciado de Prío, apoyaría su candidatura, y lo mismo haría el Partido Nacional Cubano. Cuando constató que esas dos organizaciones respaldarían a Hevia, candidato del gobierno, y que el Republicano, de Alonso Pujol, tampoco lo postularía, se supo en el aire y comentó con sus íntimos que no concurriría a los comicios. Determinación que intranquilizó a Prío ya que con Batista en el juego electoral el voto de la oposición se dividiría, en tanto que al quedarse fuera, todos sus votos, muchos o pocos, irían a parar a la boleta ortodoxa.
Antes, Batista y Prío, en una de las residencias particulares del presidente, se habían reunido en secreto, pero no tan en secreto como para que la Ortodoxia no se enterara, a fin pactar la presencia de Batista en los comicios. En ese encuentro Batista ofreció a Prío su cooperación más decidida en su empeño de escindir la oposición. Cuando anunció su retirada, los consejeros palatinos pensaron que tal vez fuera poco lo que le ofrecieron por aquel pacto y acordaron añadir otros dos millones de pesos y cantidades considerables para algunos de sus allegados con tal de que mantuviera la candidatura.
«Este hecho, cierto o no, ha servido para que mucho tiempo después… periodistas e investigadores lo trataran equivocadamente. El supuesto ofrecimiento de Prío a Batista se interpretó de una manera diferente, y dio lugar a que se dijera que Prío había negociado un golpe de Estado con Batista», escribe Briones Montoto en su libro General regreso.
VESTIDOS DE PAISANO
Las elecciones se acercaban y la conspiración seguía su curso en los institutos armados. El Servicio de Inteligencia Militar en cumplimiento de instrucciones superiores, mantenía una constante y discreta vigilancia sobre los movimientos del general Batista «por haberse tenido noticias de que mantenía relaciones políticas con miembros del Ejército en servicio activo». El SIM recomendaba a la superioridad que obtuviera de «los Jefes de los Regimientos 5, 6 y 7 una atención de vigilancia especial sobre la entrada a sus respectivos perímetros de los retirados de las fuerzas armadas, restringiéndose en lo posible estos contactos, así como las visitas de civiles a zonas militares».
La Policía Secreta vigilaba también a los complotados, en específico, sus contactos con familiares de militares en activo, y el periodista Mario Kuchilán, en su columna “Babel”, de Prensa Libre, escribía el 30 de enero del 52: «Con fecha 9 de enero recibimos un informe que ahora nos llega por otros conductos: He oído una conversación en que se daba por seguro una conspiración entre militares vestidos de paisano. La fecha, mayo o junio…»
En realidad, el SIM ni la Secreta tuvieron nunca una evidencia concreta de la conspiración, recalca Briones Montoto en su libro. En un documento que sobre los conspiradores elaboró el SIM se dice explícitamente: «…la forma hábil en que se desenvuelven… no ha permitido adquirir una prueba demostrativa». Los informes preparados por ambos cuerpos llegaron al presidente, pero este no sistematizó el asunto y cometió el error de delegar la investigación en el general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Al comandante Jorge Agostini, jefe del Servicio Secreto de Palacio, que le habló de la posibilidad real de un golpe de Estado, le dijo: “Estás nervioso. Vete para las competencias de tiro a ver si te serenas un poco”. Pero en un almuerzo que sostuvo con oficiales del Ejército, Prío manifestó tener conocimiento de que algo anormal sucedía. Añadió que Batista conspiraba y que los militares se estaban poniendo en ridículo. Los oficiales replicaron que no querían verse de nuevo a las órdenes de Batista, totalmente desprestigiado, y que en el ejército nadie lo secundaría. Conoció además los nombres de los civiles que conspiraban –Colacho Pérez, Hermida, Carrera Jústiz…–personas a las que juzgó de tan escaso crédito que ni siquiera los tomó en consideración. «El presidente, concluye Briones Montoto, oyó lo que quería oír y, por lo tanto, una vez más no hizo nada».
ACTUAR O NO ACTUAR
Prío se hallaba en una disyuntiva. Actuaba contra Batista o no. No es que le faltara acometividad. Tampoco conocía las dimensiones del movimiento que se tramaba en su contra y que terminaría sacándolo del poder. Su prioridad en ese momento eran las elecciones y, más aún, la derrota del candidato ortodoxo. Pero proceder contra Batista a esas alturas a causa de la conspiración equivalía a sacarlo del proceso electoral y su retirada, voluntaria o forzada, de la escena pública haría que la oposición cerrara filas en torno a Agramonte. No tenía alternativa. Dice Briones Montoto en General regreso: «La política y la seguridad se disputaban la atención del presidente y de las dos, la primera iba en punta. Prío entendía mejor la política que la conspiración».
¿UN ACUERDO TÁCITO?
¿Existió realmente un acuerdo entre el presidente Prío y el general Batista que facilitó a este el camino del golpe de Estado?
El historiador Newton Briones Montoto, en su recién publicado libro General regreso, lo niega. Sin embargo, Martín Díaz Tamayo, uno de los protagonistas del 10 de marzo —ex capitán, empleado de la Terminal de Ómnibus de La Habana, a quien el cuartelazo colocó sobre los hombros las estrellas de general— murió convencido de que existió entre ambos al menos un arreglo tácito y que Prío «dejó hacer y dejó pasar, sin dar un solo paso ante la posibilidad de un golpe militar». Los que sostienen esa tesis arguyen que tras la derrota de Antonio Prío, hermano del presidente, en sus aspiraciones a la alcaldía habanera —«Ya lo dice hasta Pomponio, nuestro alcalde será Antonio», fue el lema de los Auténticos entonces— se veía a las claras que el candidato gubernamental sería arrollado por la marea ortodoxa en los comicios del 1 de junio del 52, y como los Ortodoxos habían prometido confiscar lo que estimaban bienes malversados por los Auténticos y juzgarlos como ladrones, Prío prefería la seguridad que le daría un gobierno encabezado por Batista. Agregan que Prío llegó a decir que antes que de ver en la presidencia a Roberto Agramonte prefería forzar de alguna manera el resultado de las elecciones a fin de beneficiar a otro candidato opositor, tal vez a Batista. Pero alguien muy cercano a este, su cuñado Roberto Fernández Miranda —otro de los grandes favorecidos por el cuartelazo— escribe en su libro Mis relaciones con el general Batista (1999): “Claro que mucha gente… afirmará que jamás Prío hubiese entrado en ese tipo de componenda. Están en su derecho. En cuanto a mí solo puedo decir que jamás Batista dejó traslucir nada al respecto, ni entonces ni después. Todo esto es solo una suposición”.
EL PRETEXTO
El clima político se enrarecía por día en la República. Conspiraba Batista con un puñado de oficiales retirados y conspiraba el capitán Jorge García Tuñón a la cabeza de un grupo de militares en activo. El insulto soez se hacía norma en la vida pública y se entronizaban la confusión y la anarquía. Los rumores sobre la posible renuncia del presidente parecían ser falsos, pero era cierto que Prío, caso inédito en la política cubana, ansiaba la llegada de la fecha en la que traspasaría el poder. Lo agobiaban y lo mantenían en jaque los problemas dentro de su propio partido y los ataques sin tregua de que era víctima por parte de sus opositores. La libertad de expresión, que insistía en mantener, se utilizaba en su contra. Reinaba el desorden en la nación. Pistoleros y terroristas aparecían como candidatos a cargos electivos en las boletas del Partido Auténtico y de sus organizaciones aliadas, y «los muchachos del gatillo alegre», mancomunados en los llamados «grupos de acción» hacían de las suyas en las calles. «El gobierno carga las pistolas, los delincuentes las disparan», declaraba Batista con olvido de que al alentar en años anteriores el «bonche» universitario, fue él uno de los propiciadores del gangsterismo que tanto auge cobraría durante los gobiernos Auténticos. La mitad de la población estaba desempleada y el crecimiento de la economía cubana no guardaba proporción con las necesidades….
El atentado a Alejo Cossío del Pino, que provocó una ola de indignación, se atribuyó a la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) empeñada en castigarlo por sus declaraciones a favor de Mario Salabarría en los días de la masacre de Orfila (septiembre de 1947) aunque no faltaron los que responsabilizaron a los seguidores de Batista que habían acordado apenas unos días antes, el 7 de febrero, exhortar a jóvenes militantes del Partido de Acción Unitaria a realizar atentados personales y provocar toda clase de alteraciones del orden público a fin de justificar el golpe de Estado.
Añade el destacado historiador Briones Montoto que Batista ponía énfasis en el tema la anarquía y se presentaba como un cancerbero del orden. Anunciaba que a su llegada al poder su primer empeño sería el de tomar acción enérgica y definitiva contra los pandilleros, a fin de erradicar «de una vez y para siempre la acción perturbadora de esos enemigos de la tranquilidad pública». Aunque machacaba al gobierno en ese sentido, sabía, dice Briones, que ese no era pretexto suficiente para justificar un golpe de Estado, un acto que, una vez consumado, no agradaría políticamente. Y como no encontraba la justificación plausible, la inventó: Prío protagonizaría un autogolpe.
El 13 de abril de 1952 declaraba Batista a Bohemia: «Tenemos pruebas muy ciertas de que meditaban el golpe de estado para alrededor del 15 de abril… Una conversación casual de Carlos Prío con Anselmo Alliegro nos puso sobre la pista…»
Las cosas, según Batista, sucedieron así. El presidente presenciaba un juego de pelota en el Gran Stadium del Cerro, y Alliegro, conmilitón de Batista antes y después del 10 de marzo, fue a saludarlo. Siguiendo siempre la versión de Batista, Prío le dijo: «… he decidido que a menos que la posición electoral no haya mejorado para el 15 de abril, tomaré todas las decisiones que sean necesarias, te lo juro… de modo que no se les permita que suban al poder».
Prío negó haber dicho esas palabras e incluso la veracidad de ese encuentro, aunque parece que utilizó a Alliegro para mandar un mensaje a Batista: Temía un golpe de Estado, estaba sobre aviso y vigilaba a cierto jefe militar. Pero Batista interpretó el recado a su antojo y encontró en él la justificación deseada.
«Esta era la nueva historia… Prío se proponía dar un golpe para el 15 de abril, el ex general se adelantó y salvó a la República del peligro Auténtico», señala Briones.
LA VÍSPERA
El 9 de marzo Batista asistió a un mitin electoral en Matanzas. Regresó a La Habana de noche y en una casa del reparto Kohly se entrevistó con varios de los complotados antes de proseguir rumbo a Kuquine, donde lo esperaban otros conspiradores. Prío, que había pasado el fin de semana en La Chata, disfrutó ese día de los carnavales y paseó por el Prado, en un automóvil descapotable, en compañía de sus dos pequeñas hijas. El hermano Antonio bailó durante toda la noche en el cabaret Sans Souci, y Segundo Curti, ministro de Gobernación, cenó en el restaurante Río Mar. Al día siguiente, el presidente haría el anuncio de su nuevo gabinete con Curti como Primer Ministro. No tendría chance de hacerlo.
SIN DISPARAR UN TIRO
En Columbia, el capitán Dámaso Sogo, oficial superior de guardia, esperaba a los golpistas para flanquearles la entrada por la posta 6, pero a última hora Batista, desconfiado, decidió entrar por la posta 4, frente al monumento a Finlay, lo que motivó que llegara al campamento un minuto después de la hora prevista. El centinela, ajeno al complot, dio el alto a aquella caravana de cinco automóviles a los que escoltaban otras tantas perseguidoras, pero el capitán García Tuñón, pistola en mano, descendió de uno de los vehículos y retiró la cadena que impedía el acceso. Sogo, presente ya en el lugar, indicó a Batista que en un camión blindado se trasladara a la jefatura del Regimiento 6, donde lo esperaban los demás oficiales de la «junta militar revolucionaria». Antes, el primer teniente Rodríguez Ávila, el hombre más audaz del golpe a juicio de muchos, había puesto los tanques en zafarrancho de combate.
Detenidos los jefes principales, Columbia quedó en manos de los golpistas sin que fuera necesario hacer un solo disparo. Tampoco hubo resistencia en La Cabaña, sede del Regimiento 7, de Artillería, ni en La Punta, donde radicaba el Estado Mayor de la Marina de Guerra. La jefatura de la Policía Nacional cayó mansita en manos del teniente Salas Cañizares que dispuso de inmediato la ocupación del Palacio de los Trabajadores y de las oficinas del Partido Socialista Popular, de la central telefónica, en la calle Águila, y de la planta eléctrica de Tallapiedra y las plantas auxiliares de Melones, así como de las estaciones de radio. En el interior, los jefes de regimientos, salvo el coronel Fernández Rey, de Pinar del Río, se mostraban contarios al golpe, pero a la larga ninguno se le opuso y acabaron por resignar el mando.
Cuando el coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar de Palacio llamó a La Chata para informar a Prío de que Batista se había metido en Columbia, ya el presidente conocía la noticia y luego de comentarle sobre sus intentos por conjurar el golpe, le ordenó que, mientras él llegaba, hiciera fuego contra cualquier fuerza que intentara apoderarse de la mansión del Ejecutivo. Ya a esas alturas, actuando por su cuenta, León mantenía detenido al capitán Juan V. Mendive, dentista de la familia presidencial, que, al frente de un grupo de marineros, había intentado ocupar el edificio.
SOMOS LA LEY
A las 4:30 de la mañana, casi dos horas después de la entrada de Batista en Columbia, llegó Prío al Palacio Presidencial. Lo acompañaban su esposa, sus hermanos Paco y Antonio, y Rafael Izquierdo, uno de sus ayudantes. Allí, entre otros colaboradores civiles, estaban Segundo Curti y Félix Lancís, ministros de Gobernación y Educación, respectivamente, el jefe de la Marina de Guerra, oficiales de la guarnición y edecanes militares. Alguien le sugirió que se trasladara a alguna de las provincias donde la guarnición se mantuviera todavía leal y el Presidente se comunicó por teléfono con los jefes de algunos de los regimientos del interior. Habló con el coronel Eduardo Martín Elena, jefe del regimiento 4, de Matanzas. Le preguntó cuál era su posición respecto al golpe y el oficial respondió que permanecería en su puesto mientras pudiera cumplir con su obligación de defender la Constitución y las leyes de la República. Con anterioridad, en respuesta a un mensaje recibido de Columbia, el alto oficial había expresado que no acataría órdenes ilegales cualquiera que fuera su procedencia y que se concretaría a cumplir con las obligaciones que le imponía su juramento, palabras que sacaron de quicio a Batista, que ripostó: «¡Somos la ley. Cumpla órdenes o resigne el mando!»
Dice el historiador Newton Briones Montoto en su libro General regreso que Martín Elena reunió a los oficiales principales de su Regimiento, como antes hizo con la tropa. Si encontraba ambiente, «formularía un plan para oponerse con las armas a la consolidación del golpe». Solo un oficial se manifestó dispuesto a secundarlo, aunque la mayoría de los reunidos no estaba a favor ni en contra del cuartelazo. «Por ello consideró que no valía la pena resistirlo», puntualiza Briones.
El coronel Cantillo, jefe de la Aviación, sumado a Batista cuando todos esperaban que hiciera justamente lo contrario, había asumido el cargo de ayudante general del ejército. Con él se comunicó el coronel Martín Elena para reiterar que estaba en desacuerdo con el golpe. Sostuvieron este diálogo.
Cantillo: Yo pensaba igual que tú, pero me han convencido de lo contrario.
Martín Elena: Lamento mucho que te hayan podido convencer…
Cantillo: Mira que Columbia y La Cabaña ya se han sumado y te vas a quedar solo.
Martín Elena: Nunca me consideraré solo mientras esté al lado de la razón y la justicia.
Cantillo: Allá tú.
Martín Elena: Allá ustedes y la historia.
Mucho se ha repetido que Prío salió del Palacio Presidencial con destino a Matanzas a fin de encabezar la resistencia y que ya en esa provincia se enteró de la destitución del Coronel. En el juicio que en mayo del 59 se siguió a los militares golpistas, Martín Elena declaró como testigo que no recordaba que en ningún momento el Presidente le hablara de la posibilidad de trasladarse a Matanzas. «No era para Matanzas para donde debía ir, sino para Columbia. Y si me necesitaba yo lo acompañaba. No se lo dije porque él no me lo preguntó», afirmó entonces.
EN LA VÍBORA
En el tercer piso de Palacio, Paco y Antonio Prío eran el pesimismo disfrazado de personas. Otros conminaban al mandatario a resistir. El jefe de una tropa de cincuenta soldados llegada para defender al Presidente fue puesto bajo arresto cuando se comprobaron que sus intenciones eran las de hacer justamente lo contrario. Dos miembros de la escolta de Prío se batieron a tiros con los tripulantes de una perseguidora que arribó al edificio por la puerta de la calle Monserrate; encuentro que arrojó muertos de ambas partes. Álvaro Barba llegó para ofrecer su solidaridad al gobierno en nombre de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Reclamó órdenes y armas. Pensaba erróneamente que ya el Ejecutivo había elaborado un plan para defenderse. Prío dispuso el envío a la Universidad de las armas solicitadas. Nunca llegaron. Había que sacarlas del cuartel de San Ambrosio y ya esa instalación estaba en manos de los golpistas.
Sobre las ocho de la mañana, Prío salió de Palacio en un auto marca Buick con chapa particular. Por decisión propia lo acompañaba una escolta reducida que se le separó a pocas cuadras de Palacio. El vehículo que trasportaba al todavía Presidente de la República siguió solo. Briones Montoto duda de que el mandatario se trasladara a Matanzas. Una información que apareció en esos días en el periódico El Crisol da cuenta de que, en compañía de su esposa, buscó refugio en la casa del ingeniero Jarro, en la Víbora, y que a la una de la mañana del día siguiente, manejando su propio automóvil, los recogió allí el embajador de México a fin de conducirlos a la sede diplomática de ese país, en Línea y A. Prío saldría del país sin haber renunciado a la primera magistratura.
Expresa Briones Montoto: «Con la rendición del Palacio Presidencial y de los cuarteles militares y el asilo posterior de Prío, todo quedaba concluido. En la carrera imaginaria que se había iniciado entre Chibás y Aureliano… el vencedor era Fulgencio Batista». Dice además: «El acontecimiento que se acababa de producir era el resultado de la capacidad de análisis de Batista, no de su valor».
Recordemos que aludimos antes a un Batista arrinconado en el Estado Mayor mientras que el capitán García Tuñón daba las órdenes en los primeros momentos del golpe. Los papeles cambiaron al mediodía cuando numerosos civiles entraron en Columbia dando vivas al ex general. Los oficiales del golpe, incluso García Tuñón, terminaron arrinconados entonces. «A partir de ese momento, Batista es el que controla el golpe. Fue una maniobra muy bien realizada y con mucho sentido porque lo que había comenzado como un golpe de unos militares insatisfechos con un jefe civil, Batista lo convirtió en un golpe de Batista. Y a partir de ese momento empezó a decidirlo todo», escribe Briones. Designó al viejo Tabernilla como jefe del Estado Mayor y se la dejó en la uña a García Tuñón, verdadero artífice del cuartelazo, que tendría que conformarse con las estrellas de Coronel y con la jefatura de Columbia. Cierto es que meses después, ante el reclamo de sus parciales, lo ascendió a General, pero sus días en el Ejército estaban contados.