Ciro Bianchi Ross
Catorce mujeres, entre ellas la esposa del alcalde de la villa y las dos hermanas del cura de la parroquial mayor, fueron secuestradas en Puerto Príncipe por el filibustero francés Francis Granmont que pidió rescate por ellas. Corría el año de 1679. Granmont, que había desembarcado en La Guanaja, en la costa norte de Camagüey, pudo llegar sin que lo advirtieran, al frente de sus 600 hombres, hasta La Matanza, en las inmediaciones de la cabecera del territorio, pero allí los descubrió el cura Francisco Garcerán que regresaba de un paseo campestre y huyó como alma que lleva el diablo cuando quisieron echarle garra. A todo galope entró en Puerto Príncipe y anunció la presencia del enemigo, lo que permitió a la vecinería ponerse a buen recaudo con lo más valioso de sus pertenencias. Fresca estaba todavía en la memoria de los principeños el asalto del corsario británico Henry Morgan que en 1668 saqueó con sevicia la ciudad, quemó sus archivos y asesinó a muchos de sus moradores, mientras que otros morían de inanición encerrados en las dos iglesias con las que entonces contaba la primitiva Camagüey. Pese a que no hubo allí objeto de valor que se salvara de la rapacidad de Morgan hubo que darle, para que se fuera, los 50 000 pesos que se recolectaron a duras penas, suma esa que le pareció ridícula al corsario, ya que no le bastaba, dijo, para pagar deudas, y 500 reses saladas que hubo que cargarle a hombros hasta donde aguardaba su flotilla.
Esta vez no sucedería lo mismo, pero los fusileros de Granmont lograron capturar a un grupo de principeños, entre ellos las 14 mujeres, con los que pensó buscar una salida negociada. Porque a esa hora el capitán francés se había percatado de que Puerto Príncipe era mayor de lo que pensaba y que el número de habitantes superaba sus cálculos. Temía el contraataque y fue por eso que hizo saber a las autoridades de la villa que estaba dispuesto a devolver a los rehenes e incluso el magro botín que había conseguido a cambio de que lo dejaran marcharse en paz.
EL VALOR Y LA HONRA
Y ahí fue donde el alcalde se paró en 31 a pesar de tener a su esposa prisionera o quizás por lo mismo. Lleno de arrogancia y confiado en el coraje de sus hombres hizo saber al pirata “que si por la presa de las mujeres presumía que él y su pueblo habían de admitir pláticas y capitulaciones ignominiosas, vivía engañado porque, aunque se las llevasen a todas y la primera la suya, no cedería un punto del valor y la honra de la nación española”. Los franceses, sabiendo ya a qué atenerse, pusieron rumbo a La Guanaja, donde dejaron sus naves, y para protegerse colocaron a las mujeres como escudo en la vanguardia de la tropa. Poco importó eso a los principeños y atacaron a los filibusteros a la altura de la Sierra de Cubitas. Un combate con bajas cuantiosas de parte y parte y que la fusilería decidió a favor de los franceses que llegaron al fin a sus barcos y subieron las mujeres a bordo. Lo que hasta ese momento fue gallardía en los criollos se convirtió en llanto y crujir de dientes. No les quedó más remedio que juntar el crecido rescate que Granmont exigía por las cautivas, y, aunque el cura empeñó las lámparas de la iglesia parroquial, el tesoro tuvo que recolectarse moneda a moneda durante treinta largos días en los que los hombres estaban aquí y las mujeres allá. Recaudaron así una cantidad satisfactoria, la entregaron al pirata y este dispuso que volvieran a tierra las prisioneras.
¿Qué pasó en los barcos con las principeñas a bordo? No se sabe. Las mujeres no lo contaron y los hombres prefirieron pensar que aquellos piratas por muy piratas que fueran eran también caballeros y que como tales se comportaron. Volvieron, asegura el obispo Morell de Santa Cruz en su libro La visita eclesiástica, “colmadas de obsequios y muy agradecidas del sumo respeto con que las trataron”. ¡Vaya usted a saber!
EL SANTO SEPULCRO
Encontré esa preciosa historia, nunca contada en todos sus detalles, en Leyendas y tradiciones del Camagüey, del laureado poeta Roberto Méndez y que me hizo llegar desde esa ciudad, junto con otros materiales interesantísimos, el lector Enrique Echevarría Salazar, a quien no tuve ocasión de agradecerle antes. Un libro delicioso el de Méndez, que se lee de un solo trago y en el que las leyendas viven en su propia fulguración. Ahí están las del aura blanca y el padre Valencia, la de los ensabanados del San Juan, la de Dolores Rondón, la del indio bravo... y la del Santo Sepulcro, que contaré ahora. En 1746, luego de la muerte de su esposa y ya con una numerosa prole, Manuel Agüero Ortega decide ingresar en la carrera eclesiástica. Su primogénito y el hijo de cierta viuda a la que don Manuel protegía y que tal vez fuera su hijo natural, estudiaban en La Habana. Se enamoraron ambos de la misma mujer; prefirió esta al hijo legítimo, y el otro, atormentado por los celos y el resentimiento, hirió de muerte al elegido. Dicen que demoró en expirar y que cada vez que el juez le preguntó el nombre de su agresor respondió: El que me ha herido está perdonado. Huyó a Camagüey el fraticida. Se sinceró con su madre y esta en medio de la noche acudió a contarle toda la historia a su benefactor. Nadie sabe cómo fue la entrevista, el caso es que don Manuel proveyó al asesino de un caballo y le entregó una talega de dinero, es decir, 60 onzas de oro o mil pesos con el ruego de que se pusiera fuera del alcance de sus otros hijos. La pena llevó a don Manuel a alejarse más del mundo. Entró como fraile en el convento de La Merced y dedicó la parte de su capital que le hubiese tocado al hijo muerto, a la decoración del templo. Con monedas de plata mandó construir un Santo Sepulcro, el arca que se destina a guardar la imagen del Cristo yaciente, las andas correspondientes, el altar mayor de la iglesia y varias lámparas monumentales con cadenas también de plata.
Pasaron los años. En 1906 hubo un incendio en La Merced y el altar mayor y las lámparas sufrieron daños irreparables, no así las andas y el Santo Sepulcro que es, desde el siglo XVIII, uno de los mayores y mejor elaborados exponentes de la orfebrería cubana.
EPITAFIO
Dedica Méndez espacio en su libro a ciertos epitafios memorables y cuenta que en 1879 falleció en Camagüey Rosalía Batista, dama de respetable relieve social. Su viudo, Agustín Montejo, desconsolado, hizo colocar sobre la tumba este sentido epitafio:
Si el ruego de los justos tanto alcanza, Ya que ves mi amargura y desconsuelo, Ruega tú porque pronto mi esperanza Se realice de verte allá en el cielo.
Pero don Agustín se enamoró de nuevo y contrajo nupcias en 1882. Entonces un chusco de los que nunca faltan tuvo la ocurrencia de colocar, con letras negras, bajo la inscripción citada, un cartel en el que se leía esta frase: “Rosalía, no me esperes”.