Ciro Bianchi Ross
Caricatura de Laz
Ernest Hemingway vivió en esta casa los últimos 22 años de su vida. Cuando se instaló en Finca Vigía –a unos 30 minutos del centro de La Habana- estaba a punto de concluir Por quién doblan las campanas. Al abandonarla para siempre, había recorrido ya como escritor el camino de la fama y merecido el Premio Nobel. En la finca quedaron entonces su Royal portátil, las tumbas de sus perros, unos 50 gatos y los nueve mil volúmenes que atesoró a lo largo de su vida y que muchos años después harían exclamar a García Márquez: “¡Qué biblioteca más rara tenía este hombre!”
Hemingway llegó a Cuba en la primera quincena de abril de 1928. Junto a Pauline Pfeiffer, su segunda esposa, hizo aquí el tránsito para Cayo Hueso, donde concluiría Adiós a las armas. Volvió en 1932 para pescar agujas en las aguas cubanas. Regresó en 1933 y escribió la primera de sus crónicas de tema cubano. A partir de entonces no se desvincularía jamás de esta “isla larga, hermosa y desdichada”, como llamó a Cuba en Las verdes colinas de África. El viejo y el mar (1952) es, por excelencia, la novela “cubana” de Hemingway. Parte de la trama de Islas en el golfo (1970) transcurre en Cuba. También en alguno que otro cuento y en muchísimos de sus artículos periodísticos hay alusiones a la Isla. El escenario de Tener y no tener (1937) es cubano en buena medida.
En una ocasión expresó con relación a Cuba: “Amo este país y me siento como en casa; y allí donde un hombre se siente como en casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio al que estaba destinado”.
POR LA CALLE OBISPO
Hemingway era, en la década de los 30, un turista sospechosamente reincidente que todos los años pasaba en Cuba los meses de mayo, junio y julio, que son los de la corrida de la aguja
Su primer refugio habanero fue el hotel Ambos Mundos, en la calle Obispo, muy cerca del puerto. La habitación entonces sin número del quinto piso de esa instalación, en la que se alojó invariablemente, se conserva intacta. A las cinco de la tarde, después de un día de pesquería, Hemingway se encerraba en su pieza, pedía la comida y se ponía a escribir. Lo hacía en la cama, a mano, y luego mecanografiaba el manuscrito sin introducir apenas correcciones. En 1958, en su célebre entrevista con George Plimpton, recordaría: “El Ambos Mundos, en La Habana, fue un buen lugar para trabajar”.
Por su crónica “La pesca de la aguja a la altura del Morro”, con la que volvió al periodismo luego de haberse mantenido alejado de esa profesión durante más de diez años, se conocen no pocas de las costumbres de aquel huésped del Ambos Mundos.
Dormía con los pies hacia el levante. De esa forma el sol, cuando empezaba a golpearle la cara, lo obligaba a abandonar la cama. Entonces, desde la ventana, oteaba el entorno: la Catedral, la entrada del puerto, Casablanca, los tejados de los edificios. La bandera cubana que ondea en el Morro le indicaba la dirección del viento y los rizos del mar lo hacían percatarse de golpe si los alisios soplaban desde temprano. Las condiciones eran favorables entonces para la pesca de la aguja y el narrador, tras ducharse, se ponía un viejo pantalón de caqui, una camisa cualquiera, unos mocasines secos y bajaba a desayunar –un vaso de agua de Vichy, otro de leche fría y una rebanada de pan- antes de dirigirse a la embarcación.
A veces en bermudas, con zapatillas vascas, casi siempre sin calcetines y con una camisa ligera, se le veía caminar por la calle Obispo. En Islas en el golfo evocaría los olores característicos de esa vía: el de la harina almacenada en sacos y el del polvo de harina, el de las cajas de embalaje recién abiertas, el del olor del café tostado, “que era una sensación más fuerte que la de un trago por las mañanas”, el delicioso olor a tabaco…
El escritor se sentía a gusto en el Ambos Mundos, por lo céntrico de la zona y la cercanía con el puerto, donde fondeaba su yate. Pero a Martha Gelhorn, su tercera esposa, comenzaron a incomodarle la habitación anónima y despersonalizada y la falta de privacidad ante la visita de los amigos del marido. Fue ella la que buscó y encontró Finca Vigía. A Hemingway, al inicio, le desagradó el lugar: quedaba demasiado lejos del Floridita.
UNO VIVE EN ESTA ISLA
Una buena parte de Islas en el golfo transcurre en ese bar habanero. En esas páginas de la novela, el lector ve deambular a un personaje a quien el escritor llama Liliana la honesta. En la vida real se llamó Leopoldina, una prostituta mulata que “hacía la vida” en el Floridita y que fue el gran amor cubano del novelista. La recordaría en Islas en el golfo: “Tenía una hermosa sonrisa, unos ojos oscuros maravillosos y espléndido pelo negro… Tenía un cutis terso, como un marfil color olivo, si tal marfil existiera, con un ligero matiz rosado…”
La Terraza, restaurante marinero del pueblo de pescadores de Cojímar, fue, en La Habana, otro de los sitios preferidos de Hemingway. En el Floridita se reverencia el sitio donde el escritor solía sentarse –la primera butaca de la izquierda de la barra- y en La Terraza, su mesa de siempre, en la esquina izquierda, junto a la ventana.
“Es muy agradable estar aquí”, dice el protagonista de Islas en el golfo en alusión a La Terraza. Y en la misma novela se describe al daiquiri con su sabor y color exactos. “Trago de aguas someras”, lo definía Hemingway.
En 1949, explicó en una crónica las razones de su larga residencia cubana. Habló, por supuesto, de la Corriente del Golfo, “donde hay la mejor y más abundante pesca que he visto en mi vida”; de las 18 clases de mango que se cosechaban en su propiedad, de su cría de gallos de pelea…y apuntó como al descuido: “Uno vive en esta Isla (…) porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con mayor comodidad que en cualquier otro sitio.”
Allí concluyó Por quien doblan las campanas y escribió A través del río y entre los árboles, El viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el golfo. También otra novela que dejó inconclusa, El jardín del Edén. Y asimismo muchísimos artículos y crónicas para publicaciones periódicas, entre ellos el reportaje Un verano sangriento, acerca del mano a mano entre los toreros Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, que presenció en España el año precedente, y que, dicen sus biógrafos, tuvo muchas dificultades para poder concluir.
“Yo siempre tuve buena suerte escribiendo en Cuba… expresó en una carta. Y poco después de conocer que había ganado el Premio Nobel, declaró en una entrevista: “Este es un Premio que pertenece a Cuba, porque mi obra fue pensada y creada en Cuba, con mi gente de Cojímar, de donde soy ciudadano. A través de todas las traducciones está presente esta patria adoptiva donde tengo mis libros y mi casa”.
En una crónica periodística de 1936, Hemingway contó en menos de 200 palabras la historia que desplegaría años después en El viejo y el mar. Los estudiosos coinciden que se inspiró en un pescador de Cojímar llamado Anselmo Hernández, lo que no excluye que otros pescadores de la zona aportaran elementos a su personaje. La anécdota de la novela es conocida. Su sentido es bien evidente. Hemingway lo pone en boca de Santiago, el protagonista: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. El escenario de la novela es el mar, y la lucha del viejo contra los tiburones que terminan arrebatándole su pesca, es la del hombre por la vida. Diría el escritor: “Traté de hacer un viejo real, un muchacho real, un mar real, un pez real y tiburones reales. Pero si los hice bien y suficientemente verdaderos, pueden significar muchas cosas. Cuando se escribe bien y con sinceridad de una cosa, esa cosa significará después muchas otras cosas”. Y dirá sin ambaje ni modestia que con El viejo y el mar “es como si finalmente hubiera dado expresión a lo que perseguí toda mi vida”.
Escribía de pie, ya en los últimos años, sobre una piel de lesser kudú, porque así “pensaba con más claridad”. Se levantaba temprano y solo abandonaba su labor cuando llegaba a un punto en que sabía con exactitud lo que sucedería después. Lograr, durante una jornada, unas 500 palabras “limpias” era para él satisfactorio, y jamás acometía directamente a máquina los pasajes más difíciles, pero sí los diálogos.
Finca Vigía fue, dice García Márquez, la única casa verdaderamente estable que el escritor tuvo en su vida. Mary Welsh, su cuarta y última esposa, puso, hasta donde pudo, orden en la finca y en la existencia del novelista. Como éste se quejaba de cuánto lo importunaban los visitantes, Mary dispuso la construcción de la torre de tres pisos aledaña a la casa. La última planta sería el cuarto de trabajo de Hemingway. Subió un día y permaneció allí quince minutos, durante los cuales se empeñó, en vano, en redactar una frase. Bajó y nunca más volvió a utilizar el sitio para escribir. Comentó que no podía resistir la soledad.
HARAKIRI CON FUSIL
“Miren como voy a matarme”, decía a sus amigos en Finca Vigía. Colocaba la culata de su escopeta Mannlicher Schoenauer 265 en el piso y apoyaba el cañón en el cielo de la boca. Luego oprimía el gatillo con el pulgar de un pie. Se oía un chasquido seco. Exclamaba sonriente: “Esta es la técnica del harakiri con fusil.”
A su muerte, se leyó en La Habana el testamento de Hemingway. Entre otros legados, traspasaba al Estado cubano la propiedad de Finca Vigía. El viejo escritor, tan remiso a recibir a escritores en su casa, quería que el predio se convirtiera en lugar de reunión de jóvenes intelectuales y artistas y que funcionase allí además un centro de estudios botánicos. Fidel Castro, que mucho admira a Hemingway y que lo conoció personalmente durante uno de los torneos de la pesca de la aguja que organizaba el escritor, propuso entonces que la finca se convirtiera en museo, sugerencia que aceptó la viuda del narrador.
Pero más que un museo, Finca Vigía continúa siendo la casa de Hemingway. Vacía parece, sin embargo, llena de vida. Da la impresión de que su propietario no está muerto, sino ausente y que de un momento a otro regresará del Floridita o de una cacería.
Dejará entonces en algún sitio su carabina y mirará por encima la correspondencia; en definitiva, en la mesa de la biblioteca de la finca hay un cuño de goma que dice: “Yo nunca escribo cartas”. Ingerirá un trago (“Un buen güisqui es muy agradable, es una de las cosas más agradables de la existencia”) y se colocará ante su Royal portátil para proseguir el trabajo en la rara y ambiciosa novela que nunca llegó a concluir.